jueves, 10 de noviembre de 2016

La mejor de las casualidades



27 de Agosto de 2011 el último día del mejor y a la vez el peor verano de mi vida.
   Ese verano mi abuela paterna fue diagnosticada con cáncer, por lo que mi hermana y yo nos vimos obligadas a pasar Agosto con mis abuelos maternos.  Siempre han veraneado en Chipiona, pero nosotras nunca habíamos estado más de una semana allí. Ese fue el primer verano. Allí, mi hermana y yo conocimos a una gente maravillosa que a día de hoy forma gran parte de nuestras vidas. Aquel verano hicimos mil tartas y pasteles, hicimos peleas de arena, dimos paseos infinitos por la playa y nos gastamos nuestros ahorros en granizados y chuches, pero sobre todo disfrutamos como las niñas que éramos. De esta manera escapamos de la tristeza y conseguimos olvidar que probablemente no viviríamos otras navidades junto a nuestra abuela.

Eso sí, todo tiene un fin. Una llamada y alguien llora. Hay que hacer las maletas y volver a la realidad. Ella había muerto. Y allí estábamos dos niñas pequeñas que todavía no habían asimilado la realidad, en una terraza a pie de playa. El calor taladrando nuestras cabezas, los gritos de niños en la playa, el tránsito de gente sudorosa. Un abrazo que deja una mano de chocolate en un vestido blanco que nunca se borraría. Un adiós que significa el final del que sería el principio de una de las mejores casualidades de nuestras vidas. Cinco años después, cada vez que piso esa terraza sigo sintiendo esa sensación extraña que envolvió aquel momento. Aunque cada año se le unen sentimientos nuevos, no desaparece el vacío lleno de helio que sentí aquel día.

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