27 de Agosto de 2011 el último
día del mejor y a la vez el peor verano de mi vida.
Ese verano mi abuela paterna fue
diagnosticada con cáncer, por lo que mi hermana y yo nos vimos obligadas a pasar
Agosto con mis abuelos maternos. Siempre
han veraneado en Chipiona, pero nosotras nunca habíamos estado más de una
semana allí. Ese fue el primer verano. Allí, mi hermana y yo conocimos a una
gente maravillosa que a día de hoy forma gran parte de nuestras vidas. Aquel
verano hicimos mil tartas y pasteles, hicimos peleas de arena, dimos paseos
infinitos por la playa y nos gastamos nuestros ahorros en granizados y chuches,
pero sobre todo disfrutamos como las niñas que éramos. De esta manera escapamos
de la tristeza y conseguimos olvidar que probablemente no viviríamos otras
navidades junto a nuestra abuela.
Eso sí, todo tiene un
fin. Una llamada y alguien llora. Hay que hacer las maletas y volver a la realidad. Ella había muerto.
Y allí estábamos dos niñas pequeñas que todavía no habían asimilado la
realidad, en una terraza a pie de playa. El calor taladrando nuestras cabezas,
los gritos de niños en la playa, el tránsito de gente sudorosa. Un abrazo que deja una mano de chocolate en un vestido blanco que nunca se borraría. Un adiós que significa el final del que sería el principio de
una de las mejores casualidades de nuestras vidas. Cinco años después, cada vez
que piso esa terraza sigo sintiendo esa sensación extraña que envolvió aquel
momento. Aunque cada año se le unen sentimientos nuevos, no desaparece el vacío
lleno de helio que sentí aquel día.
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